sábado, septiembre 17, 2005

Tu teclado te delata




Un micrófono o pequeños grabadores pueden robarte documentos y datos sensibles de tu computadora

Investigadores de la Universidad de California en Berkeley encontraron que una grabación de diez minutos de una persona tipeando en el teclado revela a un analista información suficiente para recuperar alrededor del 90% de las palabras escritas.

La grabación puede ser de baja calidad y el sistema no necesita muestras previas del tipeo del usuario para realizar el análisis. La técnica puede adivinar la contraseña de una persona en sólo 20 intentos.
Esta investigación es el último estudio en subrayar el potencial disponible para robar información analizando las emanaciones de la máquina (el sonido, la luz y la energía magnética entregada por un sistema). Muchos "ataques" se basan en la intercepción y decodificación de comunicaciones encriptadas, tales como las señales usadas por la norma Bluetooth o la tecnología inalámbrica.

Sin embargo, las emanaciones de la máquina pueden filtrar inadvertidamente la información mostrada en la pantalla de la computadora o revelar detalles acerca de los cálculos actuales del sistema.
El trabajo se basa en la investigación realizada por científicos que mostraron que el software entrenado para reconocer los diferentes clicks en el teclado (¡ruidos!) podía identificar la tecla correcta alrededor del 80% de las veces. Los investigadores, Dmitri Asonov y Rakesh Agrawal, encontraron también que las teclas del teléfono podían ser reconocidas por este software, conocido como red neuronal, más del 90% de las veces.
Doug Tygar, profesor de ciencias de la computación en la Universidad de California en Berkeley, mejoró el reconocimiento hasta una exactitud de casi el 96% usando un algoritmo de proceso diferente, un algoritmo de red no neuronal y la suposición de que se estaban tipeando palabras en Inglés.
Su equipo extrajo caracterizaciones de audio de los sonidos del tipeo del usuario y agrupó los sonidos que sonaban similares en distintas categorías.Usando propiedades estadísticas del inglés -por ejemplo, 'e', 't' y 'o' ocurren más frecuentemente y 'j' nunca sigue a 'b'- asignó letras a cada categoría.

El agregado de control de separación en sílabas y gramática hizo que el reconocimiento de palabras fuera dramáticamente mejor -más del 50% de las palabras fueron "leídas" correctamente-. El uso de los resultados previos para realimentar el algoritmo mejoró aún más la exactitud. Tres rondas de realimentación resultaron en más del 92% de los caracteres correctamente estimados en un escenario típico.
Los investigadores encontraron que se necesitaban al menos 5 minutos de grabación -unos 1.500 golpes de teclas- para reconocer caracteres con un alto grado de exactitud. Una grabación de cinco minutos resultó con un 80% de exactitud, mientras que una muestra de diez minutos incrementó la exactitud a más del 90%.

A la vez que los investigadores usaban separación en sílabas y gramática para mejorar la exactitud de reconocimiento del software, el sistema pudo reconocer los caracteres que componen una contraseña no formada por palabras. Ajustado para realizar 20 intentos, el sistema reconoció correctamente el 90% de todas la contraseñas de cinco caracteres, el 77% de todas las contraseñas de 8 caracteres y el 69% de todas las contraseñas de 10 caracteres.

(c) Robert Lemos, SecurityFocus 2005-09-15
(c) Luis Muñoz, de la traducción 2005-09-16

Original en inglés:
http://www.securityfocus.com/news/11318

miércoles, septiembre 07, 2005

Si estás muerto, tocá el timbre


Sorprendidos por lo novedoso de la situación, el municipio local analiza si habilita o no la aplicación de un detector de vida en el cementerio, invento de un joven sanrafaelino para descubrir si alguna persona fallecida tiene un segunda oportunidad de volver a vivir.
“Este equipo sirve para salvarte de una inevitable muerte por asfixia cuando ya estás dentro del féretro”, explicó Ariel Gómez, inventor del aparato eléctrico a 12 voltios que se coloca dentro del cajón, “por si ocurriera un caso como el de ciertas personas que creídas fallecidas, volvieron de la muerte para contarlo”.
Como único, inédito y revolucionario, el invento sanrafaelino puso en una encrucijada a las autoridades municipales, quienes aún no saben si otorgarle o no la habilitación para ingresar el equipo a la necrópolis. Para el secretario de Hacienda, Javier Cófano, los principales obstáculos son “el hecho de que ingresen personas ajenas al cementerio, y la falta de espacio que actualmente existe en el sector de los nichos”.
Desde hace casi un año, Gómez aguarda una resolución favorable del área de Asuntos Legales que le permita ofrecer su servicio a los deudos. El novedoso equipo actúa básicamente como una alarma conectada al cuerpo de la víctima, ya que ante la posibilidad de que ésta volviera a moverse, se activa un circuito eléctrico dentro del féretro que avisa inmediatamente a través de una sirena.
“Quiero una solución definitiva a este problema ya que todo el año me tuvieron a la espera, y ya tengo una casa velatoria y hasta una obra social que accedieron a contratar mis servicios”, señaló el inventor.
Según comentó a diario UNO, el `Detector de Vida´ “surgió a partir de relatos verídicos de personas que habían sido declaradas muertas, y de forma extraña, después de horas, regresaron a la vida”. Algunos dicen que puede tratarse de catalepsia: una enfermedad nerviosa caracterizada por la pérdida de movilidad voluntaria y rigidez plástica de los músculos, aunque las funciones circulatorias, respiratorias y digestivas continúan y pueden disminuir hasta hacerse imperceptibles.
Desde hace un tiempo, Gómez cuenta con un dictamen provisorio del departamento de Legales, aunque dijo que cuando fue a Rentas “no me lo quisieron firmar hasta que se hiciera una ordenanza municipal”. Lo cierto es que el muchacho no tiene el permiso, aunque cuenta con una empresa funeraria que ya le prometió ofrecer su servicio y varios clientes en lista de espera.


(Los destacados en bold son míos).

Publicado en Diario UNO de Mendoza el domingo 4 de setiembre

martes, septiembre 06, 2005

De la Tierra a la Luna



El cielo de la noche, con sus planetas, estrellas y soles agrandando los ojos, ha sido desde siempre una metáfora de la inmortalidad. Una pregunta constante y al mismo tiempo una tentación por alcanzar, ya fuera con palabras, fórmulas matemáticas o naves espaciales, la mente de la divinidad y nuestra conexión con el cosmos. Contra su telón negro se han contado, alrededor de una hoguera, a la vera de un camino o con un ojo pegado a un telescopio, todo tipo de historias. Y la esquiva Luna ha sido el cuerpo celeste más invocado por quienes creían que en su silencioso dominio de la noche había más que una dama de compañía para la Tierra y que su órbita era más que un meditado paso de baile celeste.
Todos los poetas la han usado como testigo de su amor, de su desamor, de su soledad y de su muerte. Y todos han tratado de alcanzarla. Los éxtasis matemáticos, religiosos y poéticos muchas veces se han confundido a lo largo de la historia de la literatura. Por eso no es extraño que los primeros escritores fueran a la vez incansables escrutadores del cielo que, sin saberlo, estaban creando al mismo tiempo un género, el de lo fantástico; una ciencia, la astronomía; y un anhelo, el del viaje a la Luna.
Si como dice Borges, "cada escritor crea a sus precursores", podríamos remontarnos hasta Aristófanes pues su isla aérea Nefelokokygia es un satélite artificial o a la Historia verdadera de Luciano de Samosata en la que describe un viaje a la Luna en barco.
Pero es en el Renacimiento cuando los escritores empiezan a enviar hombres a nuestro satélite natural en gran escala. Entre ellos están Tomás Moro y su Utopía (1516); Johannes Kepler, el padre de la astrofísica, y el Sommium astronomicum (1634) en el que Duracotus, su héroe, viaja a la Luna conducido por demonios y se encuentra con los pripolvani y los subvolvani, laboriosos selenitas constructores de cráteres; el intrépido aventurero español Domingo González había llegado a la Luna en el año 1629 gracias a una máquina voladora tirada por gansos en El hombre en la Luna (1638) de Francis Godwin; el Descubrimiento de un nuevo mundo en la Luna (1638) de John Wilkins que inclusive diseñó una máquina; Cyrano de Bergerac y su El viaje a la Luna (1657) en el que intenta convencer a los selenitas de que, efectivamente, la Luna es apenas una luna; y Voltaire que en su Micromegas (1752) tiene un increíble encuentro con dos ET.
La cantidad de obras que tienen este tema del viaje a la Luna es muy grande, y ya sea que la intención fuera filosófica, satírica, científica o sencillamente literaria, es obvio que venimos viajando y llegando a la Luna desde hace muchos siglos.
El viajero más conocido, y en sentido estricto el creador de la ciencia ficción moderna, es Julio Verne que en su De la Tierra a la Luna (1865) describe hasta el último detalle de la ciencia balística contemporánea el lanzamiento de una enorme bala a la Luna, con tripulantes humanos, aunque olvida que la aceleración los habría "frito".
Otro viajero notable es H.G. Wells, cuya novela Los primeros hombres en la Luna (1907) retoma el mundo subterráneo de Kepler y concibe una Luna hueca.
Durante el siglo XX la ciencia ficción creció y ganó en profundidad como género y como literatura. Obviamente ya no hay límites en el espacio y siempre se trata de llegar "adonde nadie ha llegado antes", como bien reza el mandato de la inefable Enterprise de Star Trek.
Después de las misiones Apolo, después de aquel primer "pequeño paso para el hombre, gran paso para la humanidad" la Luna es el querido patio de la Tierra, a la que es fácil llegar.
Por eso, más allá de toda literatura, más allá de la ciencia, o de cualquier teología de las estrellas podemos decir con Kepler: "No nos preguntemos qué propósito útil hay en el canto de los pájaros, cantar es su deseo desde que fueron creados para cantar. Del mismo modo no debemos preguntarnos por qué la mente se preocupa por penetrar los secretos de los cielos. Los tesoros que encierran los cielos son tan ricos, precisamente para que la mente del hombre nunca se encuentre carente de su alimento básico".

(c) Patricia Rodón, en Diario UNO de Mendoza

lunes, septiembre 05, 2005

La anticipación del error


Julio Verne es algo así como el padre de la profecía, el más victorioso entre aquellos que trabajaron el futuro como materia literaria en fusión y fabricaron con él bellas estatuas de bronce que aún hoy perduran. El italiano Emilio Salgari (1865-1911), por su parte, también intentó ese camino en Las maravillas del 2000, y ambos imaginaron un futuro erróneo, un futuro que no encaja con los hechos ahora que fatalmente se hizo presente, pero que no se desvaneció como literatura, ese depósito de todos los pasados... y de todos los tiempos por venir.


Guillermo Piro, en Página /12


Contra lo que se suele decir, el proyecto novelesco de Julio Verne es mucho menos original de lo que parece. Tiene precursores y antecedentes (todos los tienen), en particular entre los primeros escritores franceses de anticipación científica, como La Follie, Nogaret, Lemercier. Incluso podemos remontarnos a Voltaire, y el mismo Balzac intenta con La comedia humana (1841) realizar –a su modo, que siempre es un poco improbable– una encuesta científica sobre el hombre y la sociedad (en ella abundan los hombres de ciencia y los temas científicos). Lo que ha hecho Verne, en todo caso, es conseguir que la ciencia ya no esté presente en su obra, sino que sea omnipresente. La ciencia entonces habita en las novelas de Verne con teorías, enigmas y presuntas soluciones. En El Capitán Hatteras (1864) intenta verificar la existencia de un mar libre en las regiones árticas, en el Viaje al centro de la Tierra (1864) examina la validez de la teoría del magma central, en Robur, el Conquistador (1886) trata de dirimir la disputa entre los partidarios de aparatos voladores más pesados que el aire y los adversarios.De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1865) es un simpático compilado de errores científicos. En la primera novela se prevé que una nave espacial pueda dar vueltas alrededor de la Luna eternamente (lo que está conforme con lo que hoy hacen los satélites) y explica cómo los tripulantes no oyen la detonación porque viajan a una velocidad superior al sonido, cómo sufren trastornos terribles al salir de la atmósfera y cómo la falta de gravedad provoca variados incidentes. Pero en ella se afirma que si uno de los viajeros saliese de la nave, el aire encerrado en su cuerpo lo haría reventar como un globo. Sin contar con el hecho de que el cohete en cuestión llega a la órbita lunar a causa de una mera percusión, un disparo de dimensiones gigantescas.Desde cierto punto de vista, Verne debería ser considerado más bien un autor de “política ficción” que de ciencia ficción. Sus novelas abarcan desde el mercantilismo de la Bay Hudson Company británica a la insurrección musulmana de Kachgarie, de la trata portuguesa en el Congo hasta la erupción antialemana en Livonia, de la guerra de los Taiping a las luchas nacionales de los húngaros, transilvanos y búlgaros; de la venta de la Alaska rusa a la rebelión de los cipayos. Verne está notablemente familiarizado con el conjunto de las tensiones políticas del planeta, en particular durante la segunda mitad del siglo XIX.

El pais de las maravillas

Es casi imposible no concebir el futuro como una proyección ampliada del presente. Eso corre para Verne, pero aún más para Emilio Salgari, para quien el año 2000 significaba el punto de convergencia de todos los futuros posibles, la época en que éstos se cristalizarían en una especie de destino inevitable. Visto hoy, ese futuro se presenta como un abanico de posibilidades que año a año se va estrechando cada vez más, hasta quedar reducido a lo que definitivamente es.Las maravillas del 2000 se publicó por primera vez en 1907, pero puede presumirse que fue escrita en 1903, dado que en ella se brinda con champagne “por nuestra resurrección en el 2003”. La novela dista mucho de ser una obra maestra, que quede claro. La trama no es de las más exuberantes: dos hombres, dispuestos a conocer el futuro, ingieren una poción que los mantendrá dormidos durante cien años. Al despertar (han dejado instrucciones precisas para que ello ocurra) conocerán las maravillas y los peligros del tercer milenio. Ni siquiera es original la idea del sueño secular. Falto de originalidad, entonces, Salgari se sirvió del desarrollo técnico como punto de partida para las conjeturas más bizarras. El libro apunta a creer en la posibilidad de un futuro inminente, de concretar el sueño de la construcción de un futuro mejor. Pero al mismo tiempo advierte sobre ciertos peligros, sobre todo el excesivo desarrollo de la electricidad, que según Salgari podría traer consigo resultados catastróficos.El temor a la electricidad puede tener relación con el viejo miedo a lo ignoto: si la electricidad es invisible, entonces eso lleva a suponer que al mismo tiempo sea difícilmente dominable. Todo escapa a los esquemas salgarianos habituales, para no hablar de los esquemas vernianos, a los que intermitentemente Salgari se acerca para alejarse de inmediato.

Mas allá

Mejor práctica que la de imaginar futuros posibles es especular sobre cómo se puede comprometer el futuro a que se realice dentro de las pautas de nuestros deseos. Pero éstas son necesariamente inseguras. Cada opción elegida se disuelve en otras elecciones menores, igualmente capaces de marcar el futuro con su impronta imprecisa. Por otra parte, siempre pueden sobrevenir fatalidades que condicionen el futuro más que todas las presuntas opciones voluntaristas. Puede ser un cataclismo como el de la disolución del casquete antártico, catástrofes históricas como el desencadenamiento de una guerra que acabaría con la especie humana, reivindicaciones históricas como Niza y Córcega nuevamente en manos italianas (Salgari nunca ocultó sus simpatías por Garibaldi, que durante toda su vida lamentó la pérdida de Niza en 1866; como se dijo muchas veces, Sandokán y Garibaldi tienen muchas afinidades en común que no pueden considerarse casuales), medidas “higiénicas y terapéuticas”, como la de los anarquistas confinados en el Polo Norte. O calamidades como la concreción de cualquiera de las múltiples amenazas de dominación del mundo en manos de una ciencia cada vez más certera y menos sabia. O aberraciones como el quiebre repentino de la cuerda humanitaria.Las maravillas del 2000 es un claro ejemplo de lo que se llama “literatura de anticipación”.
Este género, en el que el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock veía una deformación de la literatura de imaginación, consiste en describir escenas y acontecimientos futuros que tienen lugar a una distancia conveniente: ni demasiado cerca en el tiempo como para evitar una desmentida inmediata a cargo de los hechos, ni demasiado lejos como para impedir que el valor didáctico de la obra se diluya en la lejanía y la posible lección sea inimaginable. Wilcock percibía que, con el correr del tiempo, lo que el autor había escrito se volvía mentira: “O sea que deja de ser una novela, porque ya no puede provocar aquello que en inglés se llama suspension of disbelief y que, a falta de otras palabras, llamaremos fe”. Se trata por lo tanto de un género literario de vida limitada, el único caso de una obra de la imaginación que a partir de determinado momento deja de existir. Wilcock insistía en una paradoja irrefutable: un joven que en el año 2010, revisando la vieja biblioteca de su abuelo, se topara con la novela Las maravillas del 2000, probablemente pensaría que el libro trata (pongamos por caso) de la llegada del hombre a Saturno. Pero al abrirlo encontraría un mundo que nunca existió, completamente equivocado; por el hecho de que pone en el pasado situaciones incompatibles con la historia ese libro ya no puede leerse como una novela, sino solamente como un documento psicológico de las preocupaciones de otra generación. “Por eso y por otras razones –escribeWilcock– el género en cuestión está destinado a desaparecer.” La diferencia entre la literatura de anticipación y la ciencia ficción es la misma que existe entre la idea del siglo XIX de que el futuro se puede deducir irremediablemente del presente y la de que el futuro pertenece más al orden de lo arbitrario.La novela de Salgari sucumbe ante una especie de apoteosis del pensamiento científico, en medio de un cúmulo de previsiones erróneas: las guerras acabaron para siempre en 1940, cuando después de una masacre ejemplar las distintas naciones del mundo decidieron abolir para siempre la guerra; el contacto con los marcianos data de 1960; el mundo, dominado por una paranoia celiniana, corre el peligro de ser invadido por los chinos, “increíblemente prolíficos”. Pero también hay otras acertadas: Inglaterra, “siempre rica e industriosa”, perdió todas las colonias; Turquía fue definitivamente arrojada al Asia Menor; Polonia es una novedad geográfica. Y otras que no son más que una expresión de deseo, la prueba del nacionalismo incipiente del autor: Italia es “la más poderosa de las naciones latinas”.La ingenuidad de Salgari en todo lo relativo a física es proverbial y los cálculos que hace sobre la velocidad de las naves voladoras en las que se mueven los protagonistas son completamente errados. Cuando un descendiente, ante la prisa por descongelar a los dos bellos durmientes, ordena a su criado negro que avance a toda máquina, a 100 millas por hora (185 km/h), deja entender que concibe como una victoria de otro siglo una velocidad aérea que muchos vehículos terrestres alcanzarían pocos años después de la publicación del libro. Salgari imagina un mundo futuro de naves voladoras impulsadas por alas como las de los pájaros o los insectos, cuando ya en su época era una antigualla científica, una solución imposible de concebir: tratar de imitar el vuelo de los pájaros es tan absurdo como tratar de imitar el andar del hombre sustituyendo con dos pares de piernas mecánicas las ruedas de los autos. Muchas de sus profecías no sólo son erradas para el 2003, sino para 1903. Considera extintos a los automóviles y a las máquinas de vapor. ¿Por qué? Tal vez porque lo que prevalece allí es un miedo antiguo: el ruido. Dice el crítico Pier Luigi Bassignana: “Quien quiera sintetizar en un único elemento el aspecto que más diferencia a la sociedad industrial de las sociedades precedentes, debería sin lugar a dudas reservarle el primer puesto al ruido”. Es cierto. Las sociedades preindustriales debían ser más silenciosas. El ruido inspira miedo, porque normalmente se lo entiende bajo la forma del tronar de cañones, lo que quiere decir que el campo de batalla está cerca. Salgari pertenece a esa categoría de miedosos. En 1907 los automóviles, al igual que las máquinas a vapor, hacían muchísimo ruido. Por lo tanto eran síntoma de barbarie. El progreso habría dejado atrás todo eso. Lo que Salgari parece pedirle al futuro parece no ser más que eso: paz y silencio.Es óptima la idea de los distribuidores automáticos de comidas y bebidas; un pronóstico justo, la actual propensión a la simplicidad y la comodidad, los amplios ventanales de los edificios modernos. Una buena anticipación de los filtros de agua y los tanques de aire líquido. Salgari no fue un gran profeta pero tuvo algunas intuiciones brillantes.Las maravillas del 2000 es una novela antiutópica: está escrita por alguien que prefiere el pasado. Su lenguaje es el de un escolar voluntarioso, orgulloso de saber usar a la perfección la lengua italiana: los floreros de cristal siempre están llenos de “flores óptimamente conservadas”; los silbidos son “agudos”; el mar, “infinito” y las tormentas, “poderosas”.

El reclamo de una epoca

En Julio Verne, la ciencia es mucho más que un mero recurso literario. Está presente como tal, bajo la forma aparentemente austera de la exposición y la vulgarización científicas. Pero Verne no tenía ningún miedo. Verne no intentó solamente ampliar los conocimientos científicos de sus lectores, desarrollar su sentido científico y su respeto por la ciencia y darle un lugar a ésta en la literatura. De manera más general su obra cuestiona, a través de la ciencia, las relaciones del hombre con el universo natural que lo rodea. Verne escribía en una época en que el maquinismo prometía desarrollar las posibilidades humanas sin aparecer todavía amenazante para la ecología. No se plantea el problema de la contaminación atmosférica, ni el envenenamiento de las aguas, ni la degradación del ambiente por la acumulación de los desechos. En Verne, las máquinas se vinculan a la naturaleza para prolongarla y superarla. Existe una imagen que gusta particularmente a Verne que simboliza esta integración: la evocación de las volutas de humo de un tren trepando en torno de los árboles. La utiliza en Los hijos del Capitán Grant (1867) y en La vuelta al mundo en 80 días (1873).Lo que tanto Verne como Salgari vienen a decirnos es que cuando algo se vuelve posible, cuando algo sencillamente es pensado, es decir, cuando su época lo reclama, tarde o temprano se hará realidad, y entonces tendremos que adaptarnos a su realización, perdiendo una parte de nuestra humanidad. Probablemente escribir no es más que eso: imaginar un mundo, diseñarlo, hacer que vuelen máquinas en él, que el humo se enrosque en las copas de los árboles, y luego llevar a dos personajes a recorrerlo para que al final lo único que encuentren sea la locura. Probablemente sólo se trata de eso: nada de previsión, nada de anticipación, sólo documentos psicológicos que hablen de las preocupaciones de una generación. Las predicciones no importan. Los aciertos no importan. Los equívocos del género, tampoco. Lo que cuenta es la simple e inmensa felicidad de leer. Tal vez en aquello que Juan Rodolfo Wilcock vio un defecto no hay más que una virtud.